María Auxiliadora Balladares
A
la memoria de David Ledesma
quien
se suicidó un jueves santo
hace
cincuenta años
El
poeta ecuatoriano David Ledesma Vázquez (Guayaquil, 1935-1961) escribe y
publica[i] a lo largo de la década de
1950, y muere a punto de cumplir los 27 años de edad. Su obra no es extensa;
sin embargo, es considerable teniendo en cuenta su temprana muerte. En la
sociedad guayaquileña de esos años, en los círculos burgueses y pequeñoburgueses
en los que Ledesma se movió,[ii] su condición de
homosexual lo marca y estigmatiza como sujeto abyecto. En esa circunstancia
social, la mirada nefasta con la que el grueso de la sociedad determinaba y
fijaba al otro solía llevar al ocultamiento de sus prácticas sexuales y
sociales. Aquellas personas que en el ámbito de lo privado no se atenían a la
normativa de género –el gay, la lesbiana, el bisexual, el travesti–
generalmente se veían abocadas a simular lo contrario en el espacio público por
imposición del aparato represor. Ahí no existía la posibilidad de pensar la
sexualidad fuera del binarismo regulatorio: hombre-mujer. La invisibilización de
su sexualidad se explica, entonces, como un acto de resistencia opuesto por
esos sujetos a la condena a ser recipientes de la abyección que la sociedad
irremediablemente haría recaer sobre ellos, porque “El mundo heterosexual siempre tuvo necesidad de esos
seres queer que procuraba repudiar” (Butler Cuerpos
que importan 313). En Poderes de la perversión, Kristeva
señala: “No es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve
abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello
que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo
ambiguo, lo mixto” (11).
En
el Guayaquil de esos años, el homosexual deviene abyecto en tanto contraría,
primeramente, la ley de la Iglesia Católica. Los
límites que lo abyecto irrespeta representan ante todo un atentado contra esa
ley y prefiguran al pecador. Aquello que en el catolicismo es sagrado se determina
en función de este concepto: “La abyección persiste como exclusión o tabú (alimentario u otro) en las religiones monoteístas,
particularmente en el judaísmo, pero deslizándose hacia formas más
‘secundarias’ como transgresión (de
la Ley) en la misma economía monoteísta. Finalmente, con el pecado cristiano
encuentra una elaboración dialéctica, integrándose como alteridad amenazadora” (27).
El sujeto transgresor es, en esencia, el pecador. Éste es entidad amenazadora
del orden fundado por la Iglesia; sin embargo, deviene sujeto necesario como
contrapunto de esa ley. Así, en la existencia del abyecto se sustenta la
existencia de la normativa. En tanto alteridad, se da la “elaboración
dialéctica” a la que se refiere Kristeva y el abyecto deviene aquél sobre quien
la institución Iglesia ejerce toda la fuerza de su poder aleccionador. Al ser
que la Iglesia católica ha mantenido fuertes vínculos con los grupos de poder
económico en América Latina, aquí merece la pena recordar la lectura que hace
Nancy J. Holland sobre cómo la persistencia del sistema de regulación en
función del género ayuda a sostener ciertas formas de opresión que benefician a
las élites económicas. Al persistir la idea de la familia tradicional, por
ejemplo, los padres deben encontrar maneras para mantenerla económicamente, en
el contexto del mundo capitalizado, post-industrial, perpetuando así ese
sistema.[iii] En el caso del joven
poeta, la figura del padre –hombre dominante y tirano tal como lo han pintado
la mayor parte de los escasos relatos biográficos de Ledesma con los que se
cuenta– deviene justamente la instancia que con violencia hará prevalecer la
ley de la Iglesia.[iv] En
el Diccionario biográfico Ecuador, se
cita un relato de José Guerra Castillo a propósito de Ledesma:
[En 1952] ya había regresado de Buenos
Aires a donde sus padres lo llevaron dos años en su afán de curarlo de sus
aficiones poéticas y de una excesiva sensibilidad que no era propia de un
hombre, según palabras de su padre … David era un inveterado asmático que se
asfixiaba por las noches y comenzó a sufrir de insomnios. Su condición de pie
plano le impidió realizar la conscripción como eran los deseos de su padre, con
quien mantenía reiterados conflictos emocionales. (Pérez Pimentel)
En
su relato, Guerra Castillo hace hincapié en el hecho de que David Ledesma tuvo
que soportar las constantes comparaciones entre él y su hermano muerto en
acción militar en la guerra contra el Perú en 1941. La heroicidad del hijo
mayor se contrapondría, en la lógica del padre, a la “pusilanimidad” del hijo
menor. En este sentido, es muy elocuente el hecho de que Ledesma haya viajado a
Quito en el año 1952 y que en ese viaje, lejos del padre, haya decidido
publicar su primer poemario, con la ayuda y el beneplácito de su hermana y su
cuñado quienes entonces vivían en la capital. El poemario verá la luz en 1953.
En adelante y hasta el final de sus días, Ledesma Vázquez viajará constantemente
tanto por las giras debidas a su trabajo como actor de radio teatro, así como
por sus filiaciones políticas.
En
el contexto en el que vive David Ledesma, la amenaza señalada por la Iglesia,
por la ley del Padre, se topa con el hecho de que la condición homosexual
contraría el supuesto “deber ser” del sujeto comprometido con el pensamiento de
izquierda y por lo tanto con la revolución.[v] En 1953, Ledesma formó un
grupo con jóvenes escritores como él, a quienes, además de la poesía, les unía
su adscripción al socialismo. El grupo se bautiza con el nombre Club 7, porque
ése era el número de sus integrantes. Éstos eran, además de Ledesma Vázquez,
Sergio Román Armendáriz, Gastón Hidalgo Ortega, Ileana Espinel Cedeño, Carlos
Benavides Vega (quien después se llamaría Álvaro San Félix y se convertiría en
uno de los dramaturgos ecuatorianos más importantes de la segunda mitad del
siglo XX), Miguel Donoso Pareja y Carlos Abadíe Silva. De las reuniones y
discusiones del grupo surge la idea de publicar un poemario en conjunto; sin
embargo, a última hora, dos de los integrantes, Donoso Pareja y Abadíe Silva,
deciden abrirse del proyecto.
Durante
años, no se dio ninguna explicación pública al respecto. Apenas en 1994,
cuarenta años después de la publicación del poemario, Donoso Pareja explica en
sus memorias el verdadero motivo por el cual a Club 7 sólo lo integran cinco.
Según Donoso Pareja,[vi]
él y Abadíe Silva[vii] decidieron,
a última hora, sacar sus poemas del libro porque se enteraron que dos de los
integrantes del grupo, Ledesma y Benavides, eran homosexuales. En su libro, Donoso
pide disculpas y muestra su arrepentimiento por su actitud de entonces,
alentada “por la presión del medio y la propia estupidez, falta de personalidad
y primitivismo cavernícola” (104). Los dos desertores vieron en el sujeto
“desviado” sexualmente al sujeto transgresor, a la “alteridad amenazadora” de
un proyecto revolucionario de izquierda. El gesto de Donoso y Abadíe se lee, al
menos, en tres instancias: la primera, éste determina quién es el abyecto, en
este caso, los dos compañeros homosexuales del grupo; la segunda, alecciona a
ese otro abyecto negándose a publicar sus poemas en el mismo libro; la tercera,
evita que al que se reconoce heterosexual, y por ende cumplidor de la norma, se
le confunda con el desviado. De esto se desprende, por extensión, que el libro deviene
recipiente de la abyección; la poesía de Ledesma (y de Benavides) es entonces
palabra abyecta. Si bien el poemario Club
7 –que es el nombre que recibió el libro en conjunto a pesar de la
deserción de los dos compañeros– no es el primero que publica Ledesma, es una
obra de inicios, por lo que la cualidad de “abyecto” me parece significativa.
La
obra poética de este autor puede ser leída desde diversas posturas críticas;
sin embargo, aquí quisiera hacer un acercamiento a ella teniendo en cuenta, en
primera instancia, cómo la poderosa, y siempre en tensión, posibilidad del
erotismo y del amor deviene uno de los pilares de su quehacer poético. Sobre
todo, cómo ésta se va construyendo, al menos en parte, desde lo que aquí quiero
llamar una conciencia de ser abyecto.
La tensión fundante de esta poesía no ofrece respuestas definitivas; es irresuelta,
problematizadora. Teniendo en cuenta que el abyecto está siempre fuera de lugar,
en segunda instancia, observaré aquí la inestable relación de un yo poético en
esencia crítico con el espacio que ocupa.
Entre
los poemas fechados, pero no publicados por Ledesma en vida, encontramos
“Mujer, la de ébano ardiente” que consta de 42 versos. Aquí la voz poética
muestra su fascinación y deseo por el cuerpo de una mujer de ascendencia
africana: “Sonar de mis tentaciones / al golpe de mis deseos…” (157). En los
primeros 21 versos, la voz poética describe a la mujer, sus senos como dos
cumbres, sus pezones como lanzas negras, su cuerpo como una curva mata. La
musicalidad en el ambiente en el que se desenvuelve la mujer, sugerida al
nombrar la maraca, la rumba, la guitarra y el congo –y que evocan una fiesta,
una celebración– se sostiene, en términos formales en el poema, por el hecho de
que está compuesto por versos octosílabos, aunque sin rima. En los últimos 21
versos, el yo poético se refiere al cuerpo de la mujer y al encuentro sexual
entre ambos: “Rayo blanco era tu risa, / áspid rojo era tu lengua / y tus dedos
eran garras / que agarraban mi deseo” (157). El encuentro se sugiere con mayor
claridad en los siguientes versos:
Duros eran tus abrazos,
duros como mi partida
y eran mordidas tus besos
y tu cuerpo era serpiente
y tus muslos dos fogajes
en las noches de tormenta… (157)
Las
dos instancias en donde el contacto corporal se evidencia son los abrazos y los
besos. Sin embargo, los primeros son duros y los segundos son mordidas. Esa
dureza del abrazo que describe el yo poético se extiende como calificativo de
su inminente partida, ya que aunque se trata de un encuentro sexualmente
intenso y ardiente, está condenado a la distancia entre los dos sujetos en
cuestión. Ésta podría ser una distancia en términos románticos, uno de los dos
se entrega más que el otro en la relación amorosa; o el acto sexual está
determinado por una transacción económica; o también podría tratarse de la
imposibilidad del amor por la distancia que en términos sociales marca el
racismo en los diversos estratos de la sociedad ecuatoriana. Si identificamos
al yo poético con el poeta, nos referiríamos a un hombre blanco mestizo de
clase media que se sabría denigrado socialmente al mantener y admitir una
relación con una mujer afrodescendiente. Esta última hipótesis se sostiene, más
que las otras, hacia el final del poema: “Tus ojos fueron dos lluvias / sobre
el llanto blanco y triste / de mi nocturna partida…” (158). La nocturna partida
nos hace pensar en un encuentro prohibido y fugaz; esa partida se lee como
rompimiento. La distancia entre los dos sujetos se acentúa en la repetición de
estos versos a lo largo del poema: “Mujer de noche africana / palmeras, maraca
y rumba” y “Mujer la de ébano ardiente, / carbón incendiado en ansias”. Esa suerte
de estribillo le da el tono de un himno; lo aleja del lirismo que pretenden
otros versos del mismo poema y lo acerca a la exaltación de alguien por quien
se siente fascinación. Se puede percibir esa tensión en el poema con claridad:
por un lado, la voz poética trata de reconstruir el encuentro íntimo con la
mujer; por el otro, debido a su sexualidad exacerbada, ella adquiere la
dimensión de una figura tipo, casi de un mito. El mito de la mujer que come
hombres “eran mordidas tus besos (…) y tus dedos eran garras”. En el poema, ocurre
un desfase debido a que indistintamente se da una cercanía o una lejanía entre
el yo poético con respecto al objeto poético.
“Mujer,
la de ébano ardiente” está fechado el 16 de mayo de 1951 y, como mencioné
antes, no fue publicado en vida del escritor. Ciertamente, el tono del poema no
calza en ninguno de los poemarios de Ledesma; sin embargo, éste tampoco fue
publicado en una revista o periódico de la época, como efectivamente aconteció
con otros textos de este autor. Es, por lo demás, un poema bastante sencillo,
que no arriesga en la construcción de imágenes y, más bien, raya en el lugar
común. Al comparar este poema temprano en términos cronológicos con otros
posteriores, podemos notar que los clichés
hacen que se perciba algo de impostura en la tensión o el desfase en torno al
tratamiento del objeto poético al que me he referido arriba. Y no precisamente
por el hecho de que su autor sea un poeta homosexual que celebra el cuerpo de
una mujer.[viii] En el progreso
cronológico de la anécdota descrita en la segunda mitad del poema –la del
encuentro sexual y la posterior partida de él– la figura femenina se va suspendiendo
en la medida en la que se refiere a una sensualidad que atrae al varón, pero
que no es suficiente ni para lograr la mitificación absoluta (ésta se desvanece
al mantener él relaciones con ella y al llorar ella ante la partida de él), ni
para que perdure una relación amorosa, más humana que la que el yo poético
podría entablar con una mujer-mito porque, ya lo decíamos, se trata de una
relación aparentemente imposible en términos sociales. Sobre esa suspensión, en
Ese sexo que no es uno, Irigaray ha
señalado:
La
sexualidad femenina siempre ha sido pensada a partir de parámetros masculinos.
De esta suerte, la oposición actividad clitoridiana «viril» / pasividad vaginal
«femenina» de la que habla Freud –y muchos otros…– como etapas, o alternativas,
del devenir una mujer sexualmente «normal», parece sobradamente motivada por la
práctica de la sexualidad masculina (…) De
la mujer y de su placer no se dice nada en esa concepción de la relación sexual
(…) Todo ello parece bastante ajeno a su goce, salvo si ella no sale de la
economía fálica dominante. (17, el subrayado es mío)
Los
versos “y tus dedos eran garras / que agarraban mi deseo…”, más que dar cuenta
del goce sexual de ella, dan cuenta del goce del yo poético y apuntan justamente
hacia lo señalado por Irigaray: “la vagina [aquí reemplazada por las manos de
ella que masturban al hombre] debe su valor a que ofrece una vivienda al sexo
masculino” (17). Ella es una mujer ardiente en tanto receptáculo del pene y en
tanto satisfaga el deseo del hombre.
La
mujer ríe en el poema y eso delata, quizás, su gozo también. Esa risa, sin
embargo, se contrapone al llanto final por la partida de él. En una medida, al
llorar ella devela su impotencia ante el hecho de que su performance, cargado o no de amor, no ha sido lo suficientemente
eficaz como para retener al hombre a su lado. Aunque el lugar de enunciación
que asume el poeta en “Mujer, la de ébano ardiente” es polémico, me parece que
revela a un Ledesma vacilante antes que a un Ledesma machista. De hecho, he
querido partir por analizar este texto ya que esta postura no volverá a
repetirse en poemas posteriores y más bien nos permite observar cómo la revisa
drásticamente en buena parte del corpus
que, de aquí en adelante, trabajaremos. Encontraremos otras tensiones, mucho
más productivas, que generan frutos tanto en términos de construcción de
imágenes como de reflexión en torno al estar en el mundo desde una postura que agrieta
la normatividad de género.
Judith
Butler, en Cuerpos que importan, se
refiere a la genealogía de la palabra queer:[ix] “El término ‘queer’ operó como una práctica
lingüística cuyo propósito fue avergonzar al sujeto que nombra o, antes bien, producir
un sujeto a través de esa interpelación humillante. La
palabra ‘queer’ adquiere su fuerza
precisamente de la invocación repetida que terminó vinculándola con la
acusación, la patologización y el insulto” (318). Butler se refiere a la
necesidad de reapropiarse del término, de reivindicarlo en oposición al empleo
homofóbico que se ha hecho de él en los diferentes ámbitos de la vida social;
su reterritorialización significa así un acto de resistencia. Ciertamente este
posicionamiento político está lejos del lugar de enunciación de Ledesma. Sería
anacrónico referirse a una conciencia queer
en el poeta ecuatoriano; sin embargo, en la tensión de su poesía, percibimos un
gesto de continua resistencia hacia la consigna de moldear (no importa cuál sea
el molde) el enunciado poético. Su gesto, creo, puede leerse hoy en función de
un aparato teórico queer ya que éste,
tal como lo trabaja Butler, no se atiene únicamente a la visibilidad homosexual,[x] sino como un sitio
discursivo desde donde se busca poner en entredicho la normatividad y la
regularización de género.
La
crítica ha coincidido en referirse a la poesía de Ledesma como la del sujeto
escindido.[xi] Esa
identidad siempre en entredicho, esa fragmentación del sujeto poético
ledesmiano, evoca el acto de forclusión que exige toda normatividad:
Siguiendo a Lacan, Žižek sostiene que el
‘sujeto’ se produce en el lenguaje a través de un acto de forclusión (Verwerfung). Lo que se niega o rechaza
en la formación del sujeto continúa determinando a ese sujeto. Lo que se deja
fuera de este sujeto, lo excluido por el acto de forclusión que funda al
sujeto, persiste como una especie de negatividad definitoria. Como resultado de
ello, precisamente porque se ha fundado –y en realidad se refunda continuamente–
mediante una serie de forclusiones y represiones definitorias que constituyen
un sujeto discontinuo e incompleto. (Cuerpos
que importan 270-271)
La
negatividad definitoria a la que se refiere Butler parece ser una constante en
la conciencia del yo poético ledesmiano.
Los días sucios
es el poemario de Ledesma que integra Triángulo
(libro en colaboración con Ileana Espinel y Sergio Román Armendáriz). Las líneas
de todos los poemas que lo conforman están como esparcidas en la hoja. Esa
particular disposición tipográfica, además de producir un ritmo particular en los
poemas, parecería mostrar que las palabras estuvieran escapando de un centro.
La enorme sangría de algunas líneas parecería dibujar la brusquedad de la huida
de ciertas palabras ante la inminencia del trágico destino de nombrar y al
nombrar, determinar excluyendo:
Cabeza
triste.
Degollada.
Sola.
Cabeza
en busca de mi cuello.
Ausente.
En
busca del instante desolado
En que repito y cuento
los difuntos
Las
largas viejas secas.
Los
extraños
Que
cruzan enlutados por la calle. (101)
Las
palabras se esparcen haciendo que el lector dude: ¿a qué sustantivo está
calificando el adjetivo “Ausente”? Podría ser al cuello o a la cabeza. Podría
ser también al “todo” que cabeza y cuello conforman juntos. Ese “todo” no está;
es imposibilidad en tanto toda identidad es siempre exclusión, forclusión de
algo. El problema de la identidad en Ledesma es fundamental y va de la mano del
asunto del nombre.
En el poema “El espejo”
(de Gris) Ledesma se llama a sí mismo
“David”:[xii]
Yo
estoy allí.
Yo
soy David.
¡Estoy
gritando!
Soy
yo que vuelvo. (66)
En
este texto, la problematización de fondo tiene que ver con la cuestión de la
interlocución. La imagen especular es una suerte de destino infausto, ante la
imposibilidad del diálogo con otro, ante la negativa del otro a mirar al sujeto
que desesperado grita. El espejo le devuelve al yo poético una imagen de sí mismo
que nadie más ve. Cuando éste dice “Estuve aquí” (66), está refiriéndose al
retorno a un lugar del pasado donde reconoce que ha vivido un dolor, en donde
lo “ahogaron contra el muro” (66). Más adelante, la voz poética menciona “Yo
estoy allí”, remitiendo a la constancia con la que permanece en un nuevo lugar,
aquel lugar donde compra “la cadera atormentada” (66). Se produce un movimiento
entre el “aquí” y el “allí”, que evoca tanto un desplazamiento espacial –como
ya hemos observado–, y uno temporal –que se evidencia en el paso del uso inicial
del tiempo verbal pasado (“Me ahogaron”, “Alguien dijo”, “yo que estaba”) hacia el uso final del presente (“No me
conocen”, “Yo estoy”, “Yo soy”). Tanto en el “aquí” como en el “allí”, el
sujeto es abatido por su soledad y el estado de las cosas permanece inmutable.
Podríamos decir que a pesar del movimiento del yo poético entre uno y otro
espacio-tiempo, no existe diferencia entre ambos; decir “aquí” resulta igual a
decir “allí”, el uno es imagen especular del otro. El yo se mueve entre el
lugar en donde nadie lo reconoce, donde nadie dialoga con él, donde prevalece
el silencio, y otro sitio en donde compra, desde el anonimato también, el sexo.
En este poema, el pronombre personal “yo”, el reflexivo “me” y el posesivo
“mis” se repiten constantemente. En la soledad de este sujeto, la
autorreferencialidad es inevitable y decíamos que nos remite al problema de la
identidad. El yo poético trata de determinar su lugar de enunciación, pero a lo
único que atina es a dar cuenta de estas dos imágenes suyas, intercambiables. En
síntesis, podríamos referirnos al “espejo” en Ledesma como una suerte de
cronotopo[xiii]
que remite a un determinado movimiento espacial y temporal del sujeto poético a
través del cual adquiere conciencia de su soledad radical.
También
es posible leer al poema mismo como un espejo: “Soy yo que vuelvo” (66) dice
David. El retorno a la poesía es inevitable. Allí vuelve él una y otra vez para
gritar. Sus gritos suponen una llamada de atención a un interlocutor que, se
deduce, no está viendo ni está escuchando al ser humano –“Están sordos. No me
asisten” (66)–, pero que es probable que sí esté atento a la palabra poética,
en tanto lector. La autorreferencialidad inevitable del poema acompañada por el
acto de gritar parecerían dibujar a un “yo” que quiere superar su condición de
soledad, que se ve condenado a ella porque la única forma de superarla es en el
otro.
El
sujeto al que nombra la palabra “David” es un sujeto problemático: “Desde hace
años que muero y resucito” (66), dice el yo poético. Al resucitar y nombrarse a
sí mismo, se está constituyendo una y otra vez. Ese nombrar permanente coincide
con el acto mismo de constitución del sujeto, “[l]uego –desde la perspectiva de
Laclau– sus rasgos descriptivos serán fundamentalmente inestables y estarán
abiertos a todo tipo de rearticulaciones hegemónicas” (Cuerpos que importan 296). El sujeto ledesmiano se constituye, así,
en posibilidad abierta no regularizada, en sujeto queer. Hemos observado que esto no ocurre con tranquilidad, sino,
al contrario, con mucho dolor para el yo poético.
A
continuación, las líneas en las que el yo se refiere al sexo:
Ceñido
al sexo.
A su materia
oscura.
Comprando
la cadera atormentada.
El
labio.
El alarido.
El
mordisco.
Gimiendo
por la sal de la entrepierna. (66)
Vásconez
Romero, el encargado de la edición del 2007 de la poesía completa de Ledesma,
se refiere a estos versos en los siguientes términos: “Su poesía no deja de ser
viril por este amor turbio, es más, adquiere una fuerza inusitada cuando,
transido de un deseo con sabor a culpa, va detrás de esa pasión innombrable”
(12). Gemir es una acción que refleja sin tapujos la postura del yo poético;
así, creemos que no es un tono culposo el que predomina en estas líneas. Este
sujeto gimiente de placer, que asume que tiene que pagar por mantener
relaciones sexuales, que además no puede desprenderse del sexo porque va ceñido
a él, va dibujando para el lector el devenir del acto sexual: el encuentro de
los labios, el alarido de placer, el mordisquear el cuerpo. Aunque lacónica, la
descripción es precisa. Es quizás el hecho de que el yo poético se refiera a
una cadera atormentada lo que lleva a Vásconez a pensar en la culpa. El yo
poético está dando cuenta de una realidad, la de la prostitución, y en todo
caso parecería más pertinente leer en sus palabras, antes que culpa, un reclamo
al hecho de que para vivir a plenitud su sexualidad, él tenga que recurrir a
alguien que venda su cuerpo; a fin de cuentas, parecería ser que el reclamo de
fondo se da por estar condenado a no poder amar. Coincidimos con Vásconez en su
lectura de la fuerza que va adquiriendo el yo poético, línea tras línea del
poema. La fuerza de su voz se aviva en el uso del presente progresivo, de los
imperativos y de los signos de exclamación: “¡Estoy gritando!”, “¡Oh,
amarradme, amarradme –¡oh sí! –, amarradme!”, “estoy rodando”.
En
Deshacer el género, Butler hace una
distinción fundamental entre el límite de lo que se percibe como humano y lo
que no:
Darse cuenta de que se es
fundamentalmente ininteligible (que incluso las leyes de la cultura y del
lenguaje te estimen como una
imposibilidad) es darse cuenta de que todavía no se ha logrado el acceso
a lo humano, sorprenderse a uno mismo hablando solo y siempre como si fuera humano, pero con la
sensación de que no se es humano; darse cuenta de que el lenguaje de uno está
vacío, que no te llega ningún reconocimiento porque las normas por las cuales
se concede el reconocimiento no están a tu favor. (53)
La
palabra y el grito del yo poético son los del ser humano que se da cuenta que
no lo es a los ojos de los otros, del que se da cuenta, como se ha mencionado
ya, de su profunda e insalvable soledad. El interlocutor sordo es el que lo
vuelve ininteligible. La alusión al encuentro sexual en este poema no es
gratuita. Ya nos hemos referido a cómo Ledesma es considerado sujeto abyecto
por ser homosexual. Mientras para el yo poético ledesmiano “la sonrisa apacible
de un muchacho” (75 y 82) es cosa grata, amable; para el “heterosexual
melancólico”, en palabras de Butler,[xiv] esa imagen no significa
más que aquello que ha debido forcluir para poder “ser”. En el poema, el yo no
se regocija en su dolor. Las últimas líneas de “El espejo” rezan:
Aullando,
sí.
Mordiendo.
Combatiendo. (67)
La
voz combativa no calla, sino que enfrenta. Así como el poema avanza –no sólo hacia abajo en la hoja, sino que los
márgenes se desplazan, con cada verso, un tanto más hacia la derecha–, da la
sensación de que ese yo poético avanzara en una lucha por ocupar el espacio de
amor que se le niega. Combate vehemente el suyo, de juventud, radical.
El
poemario que Ledesma más amaba, según lo refirió su mejor amiga, la poeta
Espinel, a Alejandro Carrión, fue uno que vio la luz sólo al año de la muerte
del poeta, Cuaderno de Orfeo. Este es
un libro inconcluso, señala Carrión. Tanto Orfeo como Narciso, a quien Ledesma
dedica un poema de Gris, son figuras
que en el ámbito de la poesía homoerótica devienen símbolos del amor entre
hombres.[xv] Así lo señala Woods: “The poet Orpheus, whose singing
animated the trees and anaesthetised the damned is a natural subject for
poetry. His tragic double loss of Eurydice is well suited to the demands of the
hetero-erotic arts; but his later advocacy and practice of the love of boys,
and his consequent death at the hands of the vengeful Maenads, lend themselves,
also, to the purposes of homo-eroticism” (30), y cita a Marcuse en Eros y civilización: “The classical
tradition associates Orpheus with the introduction of homosexuality. Like
Narcissus, he rejects the normal Eros, not for an ascetic ideal, but for a
fuller Eros. Like Narcissus, he protests against the repressive order of
procreative sexuality” (30). La elección del mito de
Orfeo como símbolo del que será su último poemario parece sugerir múltiples
sentidos. Siguiendo la línea de lectura que hemos propuesto, esta elección se
inserta en la tradición del rompimiento con una heteronormatividad por la cual,
en función de lograr la procreación, se reproduce el orden binario:
masculino-femenino. Se trata, en consecuencia y volviendo a Marcuse, de la propuesta
de un erotismo “más completo”.
Cuaderno de Orfeo
está constituido de 13 poemas cortos. Son poemas dramáticos, y en su diálogo,
señala Carrión, “juegan los imposibles más desolados, en un ambiente
desesperado” (252). El mito de Orfeo y Eurídice evoca la imposibilidad del amor
por la vehemencia del amor mismo. Orfeo no resiste la tentación de ver si
Eurídice sigue detrás suyo y voltea a verla antes de que el sol hubiera bañado
todo su cuerpo, contraviniendo la disposición de Hades y Perséfone. Así, Eurídice
retorna al inframundo, esta vez para siempre. El posterior deambular de Orfeo,
su renuencia a tocar cuerpos femeninos y la iniciación de jóvenes tracios en el
arte amatorio[xvi]
lo llevan a la muerte. El poemario de Ledesma no recrea el mito completo. El
último poema es el del lamento por la inminencia de la soledad del poeta Orfeo,
ante la desaparición definitiva de Eurídice. Aquí, si acaso, podría radicar el
hecho de que éste sea considerado un poemario incompleto. Sostener que lo es
porque no fue corregido por su autor, tal como sugiere Carrión, resulta
forzado. La incompletud, en todo caso, es el eje central del poemario. Los
varios lamentos que componen el libro reflejan justamente esa condición. El
poema “El tormento de Eurídice” termina con los siguientes versos: “No existe
nada grato, nada amable; / ni una palabra húmeda de amor, / ni un dulce llanto
que verter, ni acaso / el fuego alucinado en que me quemo!” (121). El tormento
de la ninfa en el inframundo radica en la conciencia de que es imposible la
presencia de la palabra de amor, esto es, la presencia del amado. Pero esta
dolorosa constatación adquiere una dimensión otra cuando la propia Eurídice
sugiere que es posible que el fuego que la consume, el del inframundo,[xvii] también sea una
alucinación. Ese fuego, en el proyecto poético de Ledesma, puede tener otras
connotaciones: podría funcionar como metáfora de la poesía, tal como sugiere
Vásconez Romero (15); o podría ser también una metáfora del propio deseo puesto
en tela de duda. Si el deseo se repliega sobre otro, así como el amor, aquí la
soledad obliga a Eurídice a replegarse sobre sí misma y esa autocontemplación
no la satisface. Después de conocer el verdadero amor en otro, el narcisismo
deviene postura a la que no se retorna. En ese mismo poema, la voz poética
menciona. “No hay sobre la tierra un ser que me ame, / que crea en mí, que
espere de mí algo / sino su propia forma de alegría” (121). Este reclamo es
contundente: la soledad del yo poético se da en un mundo en donde los otros no
están dispuestos a mirarla a ella, sino a hacer de ella el instrumento para
alcanzar la alegría. Ése es el inframundo, el lugar de la reificación del otro.
En términos sartreanos, el tormento de Eurídice le genera, a ella misma,
náusea.
En
“La canción de Orfeo”, por el contrario, nos encontramos con un sujeto que
asume la responsabilidad del goce del otro: “Dime cómo es tu piel, qué resorte,
/ qué mecanismo ideal hace encender / esa luz tan purísima que, a veces, / te
alumbra desde el fondo las pupilas” (125). En ese reconocimiento, radica uno de
los ejes del universo amatorio ledesmiano. El yo poético reconoce el cuerpo del
otro y quiere saber cuál es la caricia que va a despertar su deseo. Reconocernos
sujetos vulnerables ante el otro permite que el mundo sea vivible, tolerable,
señala Butler (Deshacer el género 36).
El otro eje del universo amatorio ledesmiano es la pérdida. Orfeo pierde a
Eurídice y el duelo por su segunda muerte lo vive en su propio cuerpo, tal como
lo menciona en su “Segundo lamento”: “Tu cuerpo ya no está. / Y es en mi cuerpo
/ como un vacío de inasible tacto” (127). La tensión es evidente: somos en el
otro, pero también estamos condenados a vivir el duelo de la pérdida para
alcanzar el pleno reconocimiento de esa condición. La poesía de Ledesma se
inserta en ese intersticio. Es índice de la pérdida. Orfeo es sujeto
incompleto; Eurídice, lo propio. Los dos están atravesados por la ausencia del
amante.
En
Cuaderno de Orfeo, la soledad se
impone. El poemario cierra con “Última balada de Orfeo”: “Puede el hombre
saltar sobre sí mismo / pero, infaliblemente, se vuelve al mismo sitio. / La
verdad es que siempre uno está solo!” (130). Estos versos recuerdan la
problemática planteada a propósito de “El espejo” en párrafos anteriores. Aunque
hemos observado que se trata de una soledad enriquecida –inflamada porque la
existencia del otro, aunque temporal, afecta radicalmente al sujeto poético–,
como bien sostiene Rodríguez, esa forma especular de estar en el otro “podría
ser una reflexión del yo, hasta devolverse hacia sí mismo” (14). La
imposibilidad de estar en el mundo con el otro y la inminencia del retorno al
“sí mismo” responden a fuerzas que sobrepasan a los sujetos en cuestión. La
norma que imponen Perséfone y Hades para que Eurídice pueda volver a la vida es
profundamente arbitraria; Orfeo no la reconoce, no puede lidiar con ella: es
una norma que, a priori, lo está condenando
a la soledad. En el verso “La verdad es que siempre uno está solo”, habría que definir
a ese ‘uno’; desmontar el mito, dar con el aparato regulizador para comprender
cómo el sujeto deviene escindido, para entender la verdadera naturaleza de su
soledad.
Cuando,
en los primeros párrafos de este trabajo, nos referíamos al Guayaquil de la
década de 1950, observábamos que la ciudad asfixia no sólo en términos espaciales
sino sociales –en función de preservar un status
quo– por lo que la abyección recae sobre ciertos grupos humanos. Es
constitutivo de lo abyecto, señala Kristeva, el no respetar los límites, los
lugares, las reglas (11). En una operación semejante a la de la forclusión que
define la identidad de un sujeto, la planificación del espacio urbano se
realiza en función del rechazo a ciertos comportamientos y seres con los que la
ciudad no quiere identificarse y margina.[xviii] Ledesma dibuja en
algunos de sus poemas esa ciudad asfixiante. Ahí, el constante proceso
modernizador lo vuelve todo ajeno; sus habitantes alienados no pueden tocar
nada, porque la ciudad que ellos han construido con su trabajo no es para
ellos.
En
“Film”, contenido en Club 7, el yo
poético, aburrido, no sabe si ir al cinema o a bostezar escuchando misa. Al ser
que la figura de Dios se ha desgastado, “Cristo a estas horas vale menos / que
la peor escena / de Libertad Lamarque” (64), ver una película es una
posibilidad mucho más grata. El cine es el lugar ideal para la fuga. Pero el
film no sólo hace que el sujeto lírico huya del discurso religioso o de la
figura de Dios, sino que, al recrear la miseria del mundo, lo obliga a
enfrentarla. La ilusión del cine, su ficcionalidad, sin embargo, liberan al
sujeto del llamado ético a actuar ya que no se trata de una real miseria; abren la posibilidad de
escapar de la sala si no le gusta aquello que ve. Así, la sala de cine, en este
poema, deviene alegoría de la vida moderna. Es el lugar en donde es posible que
las personas esquiven la mirada ante la desgracia ajena, ante la injusticia
cometida contra el otro, ante el dolor del otro. En el cine, se ficcionaliza
aquello que sí ocurre en la calle. La voz poética se lo reprocha sutilmente al
sujeto, al lector:
Por
lo demás, no temas.
Es
un film.
Si
no te gusta, puedes irte.
Igual
se
quejará la calle de tu olvido. (65)
“La
ciudad”, de Los días sucios, también
ofrece el panorama de la urbe moderna, de radicales diferencias sociales,
consumida por el consumismo, valga la redundancia:
Y
las gentes hundidas hacia adentro.
Caminando.
Comprando.
Revendiendo.
(107)
En
esa ciudad, el grito es pequeño, “Imposible de oírse por el ruido” (107).
Mientras la urbe moderna prolifera, Sodoma, ciudad mítica, desaparece. Precisamente
en “Los ángeles que huyeron de Sodoma”, recogido en la antología venezolana del
62, el amor entre hombres ocurre en una suerte de locus amenus que se contrapone a la imagen de ciudad evocada por el
autor en el resto de su obra poética. Sabemos por los relatos bíblicos que
Sodoma es arrasada por la depravación de sus habitantes. Desde una lógica
ledesmiana, esta ciudad se destruye porque ahí donde es posible una forma otra
del amor, la ley del Padre impone la devastación. En su poema, Ledesma ha
escogido no representar la destrucción de la ciudad, sino sólo dibujar una
versión diferente a la de la ciudad perversa que presenta la Biblia. En
contraposición a la lógica capitalista que gobierna “La ciudad”, en Sodoma
el agua caía del
manantial
no para perfumar
jardines gráciles
ni para levantar
robustos cedros,
sino más bien
por el puro placer de
caer. (137)
La
ausencia del impulso teleológico capitalista nos remite a pensar una sociedad en
donde las normas legitimadoras en general, y en particular las de género, no se
imponen en la conformación de los sujetos que habitan ese espacio. La imagen de
esta ciudad anhelada es una imagen utópica, sin duda, de la que sin embargo es
posible rescatar la imagen del amor como el motor vital: el trabajo de los
hombres se hace con “manos puras”, “y amaban al amigo que –a la tarde– /
después de sudar juntos en las eras / brindaban el vino de su amor al hombre /
con una luz purísima en los ojos” (137). Más que destacar la descripción
idealizada del locus, me interesa
destacar en este poema la línea que he venido rastreando en la obra de Ledesma,
aquí presentada no ya desde la negatividad o la imposibilidad, sino desde la
viabilidad: ahí donde el otro no es abyecto, es posible el amor.
En
las dos primeras partes o estrofas, la voz poética describe a los habitantes de
Sodoma. Si bien en el título los identifica como ángeles, luego se refiere a su
suelo como “arado por hombres que tenían las manos puras” (137). Esta proliferación
de posibilidades –hombres que son ángeles, o ángeles que son hombres, o ángeles
mezclados con hombres– problematiza la cuestión de la identidad. Aquí no se
trata de poner en tela de juicio la humanidad del sodomita, sino de observar su
manera de estar en el mundo y de crear vínculos afectivos. La primera parte
cierra con una anáfora: “donde el amor se daba con un gesto sencillo / como
quien da un abrazo, / como quien toma un fruto” (137). Si es que el lector
percibe una otredad aberrante en la imagen del sodomita, la frase “como quien”
que aquí se repite invita más bien a crear vinculaciones con ese otro desde lo
humano compartido. En la tercera parte, la voz poética describe la ciudad
propiamente. Es una ciudad construida para el disfrute de los hombres, no ya
para su división. Así, las altísimas torres allí se alzan no para que sirvan de
viviendas o templos, sino más bien “por la oscuridad de ver los cielos” (137).[xix] Las dos partes finales
describen las interacciones entre los sodomitas –ángeles y hombres. El tono de
estas líneas finales es de luminosidad. La voz poética nos refiere radiantes
cabezas, una luz cautiva de la tarde para siempre y amigos que se aman.
En
esta misma línea, la de la viabilidad del amor, se inscribe “El encuentro”, poema
breve de apenas cinco versos que abre Cuaderno
de Orfeo. Después del título, aparece una acotación entre paréntesis que
dice: “(Voces a dúo)” (117). Aunque,
por los poemas que siguen, sabemos que son las voces de Orfeo y Eurídice, el
autor ha decidido dejar en suspenso, por lo menos en este primer poema, la
identificación de los personajes. El poema reza:
Apenas nuestras vidas
se han tocado
como dos manos en
saludos, como
dos labios en sonrisa.
Y esto ha sido
un milagro de aquellos
que conmueven
los más hondos abismos de
la Tierra! (117)
Se
da un desplazamiento con respecto a la naturaleza de las imágenes en este
poema. De las primeras dos que evocan partes del cuerpo humano –las manos
saludando, los labios sonriendo– se pasa a una imagen planetaria, de paisajes
inmensos, inabarcables –los abismos del mundo. Las voces poéticas, se podría
decir, sienten en el microcosmos de sus cuerpos el estremecimiento del
macrocosmos que es la Tierra. La estructura que subyace en este poema responde
a una lógica de los afectos. Las personas
afectan el mundo; el mundo afecta a las personas; las personas se
afectan entre sí. Deleuze
señala que los afectos “aren’t feelings, they’re becomings that spill over
beyond whoever lives through them (thereby becoming someone else)” (Negotiations 137). La
sola existencia del otro, en este poema, afecta al ser humano y ese afecto que
es devenir se inserta en el orden de la alianza (Mil mesetas 245). El afecto, la alianza, se da entonces en dos
niveles en este poema: entre los dos sujetos que se encuentran y entre esos
sujetos y la Tierra. El sentido particular del poema revela que cada sujeto
deviene el otro y deviene Tierra. Podríamos decir que sólo a través de esos
devenires se asume la existencia del otro, en toda la expresión de la palabra
existencia; con todo lo que implica hacer, de esa otredad, carne de su carne.
Por otro lado, le devuelve a la Tierra el valor de ente integrador; le devuelve
a sus abismos la cualidad, a veces olvidada por los hombres, de generar
conmociones.
Llama
la atención en “El encuentro” la utilización del recurso del encabalgamiento.
Según Cohen, éste es “una pausa grande en medio de un verso” (62), una
interrupción. Ese ritmo interrumpido por el encabalgamiento invita a pensar en
otras interrupciones, no ya en el nivel fónico, sino en el nivel semántico del
poema. Aunque por sí mismo “El encuentro” ofrece, entre otros, el sentido que
aquí he procurado leer, es preciso acercarnos a él en la perspectiva del
poemario. Canción de Orfeo empieza
con esta reivindicación del afecto producido en términos de un encuentro que es
físico. Nos hemos referido anteriormente, sin embargo, a otros poemas del libro
que dan cuenta de la separación inminente de los dos sujetos poéticos, Orfeo y
Eurídice. Se podría decir entonces que Orfeo deviene Eurídice de forma
definitiva, al punto que, en adelante, él no tendrá más relaciones sexuales con
mujeres sino solamente con jovencitos tracios. Pero recordemos que llamábamos
la atención sobre el hecho de que el poemario no reproduce esa última parte del
mito de Orfeo y llega apenas hasta la segunda y definitiva separación de los
dos amantes. Esa omisión podría leerse a la luz de este primer poema. El futuro
de Orfeo después de la separación no hace parte del poemario quizás porque la
intención del poeta es enfocarse simplemente en la dinámica del afecto en
función de su contingencia material, física. Después de la separación, todo lo
que ocurra a Orfeo será índice de la interrupción del afecto; dibujarlo en el
poema podría desviar la atención del lector de la real instancia
problematizada. Si bien, como mencionaba anteriormente, no es gratuito que
Ledesma haya escogido a Orfeo como figura central en tanto hay una crítica
subyacente al aparato regularizador heterosexista, me parece también que el
poemario trasciende esta coyuntura y se abre, a pesar de la soledad final de
Orfeo y Eurídice, hacia la potencialidad constructiva del encuentro entre seres
humanos.
Al
mes de la muerte del poeta, se publica en la revista La semana un breve texto en prosa titulado “La semana perdida”.
Ahí, se narra un pasaje típicamente citadino: un personaje empobrecido, en su
pieza ruinosa, empieza a escribir una carta en la que imagina una vida
perfecta. En el proceso de escritura, él se detiene, una y otra vez, en
reflexiones en torno a las imágenes perfectas, pero inventadas, que de su vida
cuenta a un receptor que jamás recibirá la epístola. De a poco, empieza a
renegar de esas imágenes. Va mostrando las costuras de la “perfección”. Al
final, el sujeto rompe la carta y dice “¡Algún día!” y sale a la calle, pasando
por un “patio hediondo a mariscos” (215). Entre otras cosas, el narrador se
refiere a una esposa imaginaria perfecta:
¿Qué es buena una esposa [sic]? Una
mujer bonita a la que tomamos más o menos virgen; le decimos el tradicional «te
amo». La primera noche de bodas la poseemos, dándole normas de pudor entre
nuestras piernas … Ella deberá ser el consuelo y la ayuda para el esposo, al
que pertenece por exclusión sexual y espiritual. En resumen: Una buena esposa
es un juguetito más o un perrito obediente y bien educado. (211)
El
tono de este texto es el sardónico al que la crítica se ha referido para
calificar al último Ledesma.[xx] La imagen de la mujer que
nos presenta en este texto es muy diferente a la que trabajó en el poema de
juventud “Mujer, la de ébano ardiente”, a la que nos hemos referido al comienzo
de este trabajo. Aquí, Ledesma no escatima tinta para criticar al aparato
social y esa suerte de juego de roles que implica la vida matrimonial en el
caso de ciertas parejas. Compara a la hipotética mujer con “un perrito obediente
y bien educado” ya que ésta parece estar entrenada para repetir ciertos
comportamientos y no cuestionarlos. La carta es instancia ficcional; sin
embargo, en el juego de dar cuenta de las miserias que toda vida en apariencia
perfecta esconde, el narrador va desmontando cómo cada acto de la mujer es la
repetición performativa, la repetición de la norma, por la cual ella se
constituye en “mujer”. Escribe Butler, a propósito de la identidad de género,
que no se trata de una identidad estable, sino “más bien, es una identidad
débilmente constituida en el tiempo: una identidad instituida por una repetición estilizada de actos (…) una
identidad construida, un resultado performativo llevado a cabo que la audiencia
social mundana, incluyendo los propios actores, ha venido a creer y a actuar
como creencia” (“Actos performativos” 297).[xxi] No es gratuito que sea
un personaje en absoluta pobreza el que hace estas reflexiones. No es una pobreza
exotizada, ni nada parecido. El despojo de toda pertenencia, el no ser dueño de
nada sobre la faz de la Tierra, le brinda la lucidez del que no tiene vendas o
del que ya no puede ser chantajeado. Su pobreza lo hace abyecto. Desde ahí,
desde la conciencia de la abyección, este personaje dibuja con desencanto las
relaciones humanas. En su soledad de hombre pobre, ese sujeto anónimo no tiene
nada que perder y por eso puede darse el lujo de ser honesto. La pobreza
económica va de la mano de la sobrada lucidez de este personaje que revela las
miserias a las que se suelen someter los seres humanos para cumplir con el
montaje social.
La poesía tiene la cualidad de
estar más allá de cualquier aparato teórico o crítico que intente nombrarla o
decir algo sobre ella. La producción de David Ledesma Vázquez, sin embargo, se
inserta en un marco temporal en el que la vida social responde a diferentes
aparatos regulizadores: la Iglesia, la norma heterosexual, el capitalismo, el
compromiso político, y resulta pertinente tratar de desmontar, en el corpus poético, los diálogos que Ledesma
entabla con esa contemporaneidad suya, observar las tensiones que se generan en
su poesía cuando esos aparatos intentan permear el ámbito de la creación
artística. Su suicidio a temprana edad es el índice último de la tensión entre
el deber ser impuesto por la normatividad y la propia circunstancia vital. La
sensibilidad del poeta lo vuelve más vulnerable a las miserias de la sociedad y
su obra poética es esa sensibilidad hecha discurso, hecha palabra. Es lo
abyecto hecho conciencia, hecho lenguaje. En ese sentido, sería posible hacer
una lectura del suicidio de Ledesma en los mismos términos en los que Alberto
Moreiras ha leído el de Arguedas: “La última palabra de Arguedas sobre la
posibilidad de resignificación no viene a nosotros a través de la demonización
mágico-real, sino a través de su contrapartida textual: a través del suicidio
como el ‘fin’ de la transculturación” (221). El suicidio del peruano es el
punto culminante de la tensión que genera la imposibilidad de una identidad en
su país; es el índice de la imposibilidad de la transculturación. En el caso de
Ledesma, su suicidio deviene también índice de una tensión entre la regularización
heterosexista y el universo de los afectos del ser humano, y más concretamente
del sujeto homosexual. En el poema que encontraron en uno de sus bolsillos el
día de su muerte, el yo poético dice: “Amor mío, perdóname… Lo sé, / ahora
puedo amarte. Nada más. / Puedo decir que estoy en ti, que vivo / libre, sin
huesos, / como un aire vivo, / como algo que sí puedes amar” (205). Sólo
muerto, y superada su condición de abyecto, él deviene ser que puede ser amado.
Me ha interesado acercarme a la
obra de Ledesma desde ciertas categorías críticas de la teoría queer propuestas por Judith Butler, porque
encuentro que éstas ofrecen la posibilidad de vislumbrar una nueva humanidad,
una nueva forma de estar en el mundo al lado del otro y de uno mismo. La poesía
suele hacer lo mismo. Por un lado, porque sensibiliza al lector, lo mantiene en
vilo, expectante, en tanto hecho estético; esto es, como señalaría Borges, “la
inminencia de una revelación que no se produce” (12). Por otro lado, porque los
motivos que aborda invitan a replantearse desde lo profundo aquello que se ha
percibido, desde siempre, como un asunto cerrado, una categoría clausurada. Sin
duda, la obra de Ledesma deberá, con el paso del tiempo, ser sometida a
interpretaciones que permitan desentrañar con mayor eficacia el complejo
universo que la conforma. Creo que la lectura que aquí planteo deja pendiente
una investigación del archivo ledesmiano, para detenerse en sus procesos de
creación escrituraria y en su correspondencia. Es un hecho que las amistades
más cercanas de Ledesma fueron depositarias de sus más profundos dolores,
tormentos y dudas, así como también de sus alegrías, satisfacciones y
esperanzas. Carmen Ledesma, la hija del poeta, y el hermano de Ileana Espinel conservan la mayor parte de este archivo. Esa investigación es, en parte, el trabajo que quedaría
por hacer. Por lo pronto, quiero volver a la declaración de Miguel Donoso
Pareja en sus Memorias de un Yo mentiroso.
Las disculpas públicas y el reconocimiento de la propia estrechez de mente en
su juventud permiten pensar que es posible el cambio hacia una vida en la que
aceptemos, desde el amor y el respeto, el estar en el mundo de los otros.
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Borges,
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[i] Publicó dos
poemarios en solitario –Cristal (1953) y
Gris (1958)– y dos en colaboración –Club 7 (1954) y Triángulo (1960). Póstumamente, en 1962, se publicó Cuadernos de Orfeo. En Venezuela, en ese
mismo año, apareció una Antología general
y, en Quito, en 2002, Poesía reunida.
En 2007, la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en la Colección Memoria de Vida, publicó su poesía
completa acompañada de tres estudios sobre su obra.
[ii] Los Ledesma Vázquez pertenecían a la clase media-alta
guayaquileña. Su padre era Ministro Juez de la Corte Superior de Justicia de
Guayaquil. La familia vivía en una cómoda villa del Centenario, entonces, un
barrio de clase alta (Pérez Pimentel).
[iii] Ver Holland.
“Looking Backwards: A Feminist Revisits Herbert Marcuse’s Eros and Civilization”.
[iv] El poema “El pozo”
de Los días sucios de Ledesma, podría
leerse, así, desde un doble rompimiento con la religión: como descreimiento de
las grandes narrativas y como negación de una “ley del Padre” que regulariza el
estar en el mundo de sus hijos (hijos que necesariamente son “idiotas” y “tuertos”):
¡Pedir
—oh sí—
pedir un Dios!
Un dios gastado.
Injusto.
Negligente.
Que raja el cráneo
del idiota.
Y mueve
las ventanas
torcidas de los tuertos.
Hundido.
Simplemente.
El sol es alto.
Hay que taparlo.
Ya no quiero luz.
(106)
[v] Aunque inicialmente el gobierno de los soviets rompió con el
código penal del zarismo, y por lo mismo no penalizó la sodomía, en 1934, bajo
el stalinismo, se estableció que la homosexualidad era producto de la
decadencia del capitalismo y a partir de ese año se restablecen las acciones legales
contra homosexuales. Ver
L. Engestein. “Soviet policy toward male homosexuality: Its origins and
historical roots”.
[vi] Ver Donoso Pareja. A río
revuelto. Memorias de un yo mentiroso, p. 104.
[vii] A quien le da el
nombre de Carlos Altamirano Sánchez en sus memorias.
[viii] En este sentido, compartimos la postura de
Gregory Woods quien, en su libro Articulate
flesh. Male homo-eroticism and modern poetry (4), se refiere a la
posibilidad de que poetas heterosexuales escriban poesía homoerótica, en tanto
ésta exprese, en mayor o menor grado, una reacción hacia otro de su propio
género, reacción que se ubique en el amplio campo de la literatura erótica.
Asimismo, creemos que es posible la operación contraria, que un poeta
homosexual escriba poesía heteroerótica. Las motivaciones pueden ser varias,
desde la máscara para ocultar su homosexualidad hasta un interés sincero en
el/la otro/a. Nos parece que esta práctica escrituraria, en general, deviene
resistencia contra la regularización heterosexista u homosexista (aunque
sostengo que en el caso de “Mujer, la de ébano ardiente” no ocurre por motivos
que revisaremos en seguida).
[ix] En el Consice
Oxford Spanish Dictionary,
encontramos estas tres acepciones de la palabra en su traducción al español:
1. (odd) raro, extraño
2. (male homosexual) (colloquial & sometimes
pejorative) maricón (familiar & peyorativo) gay
3.
(unwell)
(British English colloquial) mal, indispuesto.
[x] Señala Butler sobre lo queer:
“Esta posibilidad de transformarse en un
sitio discursivo cuyos usos no pueden delimitarse de antemano debería
defenderse, no sólo con el propósito de continuar democratizando la política queer, sino además para exponer, afirmar
y reelaborar la historicidad específica del término” (323, el subrayado es mío).
[xi] “el sujeto poético, escindido y quebrantado,
parece no solo desdoblarse, sino, efectivamente, romperse en varias personas
dentro del juego literario” (Rodríguez 9); “Nuevamente, hay un desencuentro
interior entre el ser y su sombra. El hombre desconocido es posiblemente el «fulano» del poema
anterior que regresa a su infancia” (Hidalgo 228).
[xii] En “Autorretrato con una pena” (de Gris), Ledesma utiliza el mismo recurso:
Este pobre David que nada pide
sino un poco de paz para vivir,
una piedra pequeña en que apoyar
la cabeza cansada de palabras,
y un centavo de sueño que permita
creer que todavía hay gente buena.
Este pobre David que nada pide... (78)
[xiii] Entendemos aquí por cronotopo lo que señala Bajtin en Teoría y estética de la novela: “la conexión
esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la
literatura” (237).
[xiv] Ver “Melancholy Gender / Refused
Identification” en Judith Butler. The
Psychic Life of Power. Theories in subjection.
[xv] El hecho de que su Narciso preceda
a su Orfeo, puede leerse desde la reflexión que hace Woods en torno a las tres
edades del hombre: “Three types of male physique, three distinct ideals, occur
in Western art: the adolescent pliancy of Narcissus; Apollo’s firm but graceful
maturity and the potency of Heracles, tacitly poised on the verge of
deterioration. ‘They could almost be seen as the same body at different stages
of its development” (9). Para
Woods, Orfeo reemplaza a Apolo como objeto poético o artístico debido a que el
principio apolineo de autoconocimiento y moderación se opone a los valores
creativos y apasionados de Dionisios.
[xvi] Al
año, concluido por los marinos Peces, el tercer
Titán le había dado fin, y rehuía Orfeo de toda
Venus femenina, ya sea porque mal le había
parado a él,
o fuera porque su palabra había dado; de muchas, aun así, el ardor
se había apoderado de unirse al vate: muchas se
dolían de su rechazo.
Él también, para los pueblos de los tracios,
fue el autor de transferir
el amor hacia los tiernos varones, y más acá de
la juventud
de su edad, la breve primavera cortar y sus
primeras flores. (Ovidio)
[xvii] Aunque tal como Ovidio describe al inframundo,
Eurídice sale de las sombras y no está sometida al tormento del fuego. La
imagen del fuego responde a la iconografía católica.
[xviii] Las cosas no han cambiado demasiado más de sesenta años después.
La normativa de uno de los espacios de recreación más visitados en Guayaquil,
el Malecón 2000, prohíbe que en el
parque se realicen actos que atenten contra la moral. La ciudadanía se ha
quejado una y otra vez porque el criterio sobre lo moral al que se atienen los
guardianes del parque, por disposición de sus superiores, es ridículo y exageradamente
arbitrario. Los visitantes, por ejemplo, no pueden permanecer abrazados, porque
los guardias de turno lo impiden, diciéndoles que esas demostraciones de afecto
están prohibidas.
[xix] Mi interpretación de este verso es la siguiente: con la palabra
“oscuridad”, se refiere al placer que puede generar el detenerse a observar el
cielo. Estoy consciente de que la identificación del placer con la oscuridad es
cuestionable, pero lo sostengo porque me parece que esta identificación se
corresponde con el aliento del poema. Las altas torres tapan el sol, vuelven menos brillante y por lo mismo menos
insoportable para el ojo contemplar prolongadamente el cielo.
[xx] “Casi toda la obra literaria de este gran poeta joven rezume una
desgarradura e inquietante tortura que a veces busca escaparse por la puerta
sardónica, ese amargo humorismo que en ocasiones se convierte en una antesala
de la locura y la muerte en una peligrosa pirueta al borde de la prosa y de la
poesía” (Ortiz 115).
[xxi] Para Butler, la
verdadera eficacia de la normalización ocurre por la repetición constante de la
ley, como si fuese una cita; en esa repetición radica su carácter performativo:
“Si una expresión performativa surte efecto provisoriamente (y yo sugeriría que
su éxito sólo puede ser provisorio), ello no se debe a que haya una intención
que logra gobernar la acción del habla, sino únicamente a que esa acción repite
como en un eco otras acciones anteriores y acumula
la fuerza de la autoridad mediante la repetición o la cita de un conjunto
anterior de prácticas autorizantes” (Cuerpos
que importan 318).