miércoles, 13 de mayo de 2009

Weil

"Cuando, fuera del combate, un extranjero débil y sin armas suplica a un guerrero, no por eso está condenado a muerte; pero un instante de impaciencia de parte del guerrero bastaría para quitarle la vida. Es suficiente para que su carne pierda la principal propiedad de la carne viva. Un pedazo de carne viva manifiesta su vida ante todo por el estremecimiento; una pata de rana bajo una corriente eléctrica se estremece; el aspecto próximo o el contacto de una cosa horrible o aterrorizadora hace estremecer cualquier masa de carne, de nervios y de músculos. Sólo este suplicante no se estremece, no tiembla; no tiene ese derecho; sus labios tocarán el objeto para él más cargado de horror:
Vieron entrar al gran Príamo.
Se detuvo,apretó las rodillas de Aquiles, besó sus manos,
terribles, matadoras de hombres, que le habían asesinado tantos hijos".
Hace 100 años nació Simone Weil. La cita con la que abre este post pertenece a un ensayo que publicó en 1940 bajo el título de "La Ilíada o el poema de la fuerza". Lo publicó bajó el nombre de Emile Novis (seudónimo anagramático o su nombre escrito en desorden). Estoy leyendo A la espera de dios y me tiene a mal andar. Algunos amigos míos corren el riesgo de entender mal por qué estoy disfrutando tanto de la lectura de este libro. Lo cierto es que me gusta porque la Weil está hecha de la misma materia de la que están hechos unos 10 hombres, a lo mucho, sobre el planeta, y asimismo sus textos. La lucidez de sus ideas, su coherencia, su total compromiso para con la humanidad la ponen en la etapa más alta del desarrollo moral, que diría Kohlberg. Tengo demasiada información en la cabeza en este momento sobre Simone Weil (estoy dispersa y aún así quiero seguir escribiendo): desde su lectura adelantada del marxismo, hasta su paso por España como brigadista y su final encuentro con el cristianismo. Sobre esto último, cuenta en una carta la propia Weil que en una aldea en Portugal, oyó los cantos de las mujeres de los pescadores en la procesión del patrono del pueblo. Cantos cargados de dolor, de tristeza que le hicieron comprender que el cristianismo, en su esencia, es la religión de los esclavos y que ella, al estar marcada por el estigma de la esclavitud después de haber vivido el horror y la brutalidad de las fábricas en condición de obrera, encontró un camino. Por lo demás, despotrica de la Iglesia, jamás se bautizó ni conoció ninguno de los otros sacramentos.
Antes de ser obrera, fue profesora de filosofía y griego. Compañera de clase de la Beauvoir. Adelantada, siempre adelantada. La Weil escribió sobre la fuerza en ese breve ensayo sobre La Ilíada (en plena guerra mundial).
Nos estremecemos ante la fuerza, dice la Weil. ¿Qué hacer cuando nos sentimos vulnerables ante la propia fuerza? ¿Debemos besar nuestros propios pies pidiendo misericordia? ¿Debemos temblar o no temblar ante nuestra mano, mano asesina de uno mismo?
De la Weil dijeron que estaba loca. Se salvó (yo digo "salvó", porque por lo demás ella estaba muerta de ganas de que la encierren) de ir a la cárcel porque creyeron que estaba loca.
Todos estamos condenados a muerte. Todos. La Weil murió tuberculosa.

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