lunes, 23 de marzo de 2009

Ese nombre de seis letras negras

Blanca Varela (1926-2009), la poeta peruana que acaba de morir el 12 de marzo, tenía dos hijos, Vicente y Lorenzo. Lorenzo, el menor, murió en 1996 en un accidente de aviación. Varela no murió en un accidente, murió ya vieja, deteriorada físicamente, en absoluto silencio. Tres años después de la muerte de su hijo, en 1999, sufrió una trombosis que poco a poco fue escondiéndole ciertas facultades como el habla. Digo escondiéndole, porque en la poesía de Varela hay una lucidez que supera su condición a partir de la trombosis y yo no puedo pensar a la Varela sin pensar en su poesía.
Su obra está compuesta de ocho poemarios. El primero de ellos fue apadrinado por Octavio Paz y publicado en México en 1959. La publicación de Ese puerto existe fue azarosa. Es conocido por sus más cercanos que a Varela la tenía sin cuidado publicar; lo cierto es que, ante la insistencia de Paz, le cruzó al mexicano una selección de poemas que él envió a la Universidad Veracruzana para que prepararan la edición. Después de la muerte de su hijo, Varela publicó sus dos últimos poemarios: Concierto animal y El falso teclado (éste como parte de una publicación de su obra completa en 2001). En el medio: Luz de día, Valses y otras falsas confesiones, Canto villano, Ejercicios materiales y El libro de barro.
Empecé a leer a la Varela por sugerencia de mi amigo David Vaca; pero mi relación con su poesía no pasó de ser una relación internáutica y por lo mismo, casual. Luego la leí para la clase de Poética con Carvajal en la Católica. Por algún motivo, el profe me chantó exponer, además de mis reflexiones sobre la poética borgiana, algo sobre la Varela (en realidad fue mi culpa, el profe, medio enojado, medio queriendo hacernos sentir mal, preguntó a la clase si es que alguno conocía a la Varela, esperando que todos respondiéramos que no. Yo alcé la mano y dije: “Yo sí la he leído”, como tratando de salvar algo de dignidad para el resto del día. “Ok” dijo el profe, “entonces ud. va a exponer también sobre ella”). Le dediqué una lectura bastante mediocre a su obra completa en esa primera ocasión; tan mediocre que al final escribí sólo sobre Borges. Mi segunda lectura de Varela se dio por casualidad y fue definitiva. A inicios de 2008, yo tomaba la clase de Poesía Hispanoamericana con Robalino en la Andina, de oyente. Éramos ocho gatos y cada uno debía escoger un poeta en la línea temática propuesta por el profe: “El regreso a casa”. La lista no era extensa, eran siete poetas los escogidos por Vicente. El día de la selección, faltó un estudiante. Así que cada uno de los siete presentes debíamos hacernos de uno y no repetirlo. Carlos: “Yo, Vallejo”. Gabriela: “Yo, Adoum”. Ana: “Yo, Pizarnik”. Pablo: “Yo, Diego”. James: “Yo, Arturo”. Isabel: "Yo, Teillier" María: “Bueno, yo quería trabajar a la Pizarnik, pero como no se puede repetir, escojo a la Varela”. Me da apenas la mitad de la vergüenza. Finalmente la Pizarnik es una gran poeta. Lo cierto es que me dediqué de lleno a leer a la poeta peruana que me había caído en gracia. Empecé a leer sobre su biografía (ahí me enteré que había estado casada con el famoso pintor Fernando de Szyszlo con quien viajó recién casada y muy joven a París, que tenía dos hijos, que perdió uno, que desde hacía mucho no daba entrevistas…) y a leer todo lo que se había escrito sobre ella y estaba colgado en la red. Hasta me mandé a traer el libro que Rocío Silva Santisteban y Mariela Dreyfus habían recientemente editado en Lima.
Fueron haciéndose tan estrechos los lazos con la Varela, que decidí escribir mi tesis de la maestría de la Cato sobre su obra poética. Yo no creo que la lectura de una poeta como ella se acabe en mis ojos, ni creo que esté descubriendo nada nuevo en mi investigación. Pero lo cierto es que he sacado unas pocas ideas en claro:
1. La imagen favorita de la Varela es el claroscuro.
2. A la Varela le gustan los animales (de lejos, como ella mismo admitió en una entrevista), las ventanas y las plazas.
3. Los viajes la hacían extrañar el Perú. Lima más específicamente.
4. Es mal llevada, aunque lo disimula bien. Un par de versos la delatan: “adoro todo lo que no es mío/tú por ejemplo”.
5. Le gusta dialogar con textos religiosos (su Ejercicios materiales dialoga y desdice a los espirituales de Loyola).
6. Sus favoritos son o fueron en algún momento, entre otros: Rimbaud, Paz, Cernuda, Celan, Westphalen y Arguedas.
7. Algunos valses criollos le gustan, otros le parecen terribles. También le gustan otros géneros musicales y disfruta bailando.
8. Le gustan los museos.
9. Es una mujer culta.
10. No le gustan las poses.
Pensé publicar en este blog un fragmento de mi tesis, como para que quede claro que me he tomado la escritura de ese trabajo con absoluta seriedad, pero a tiempo detuve el mal instinto y decidí quedarme con este decálogo provisorio, que creo que puede ser menos aburrido.
No puedo decir que su muerte me tomó por sorpresa. Hacia finales de febrero, viajé a Lima con Alicia y me entrevisté con Rocío Silva Santisteban. Ella me contó que la Varela estaba muy delicada de salud. A los diez días de nuestro retorno a Quito, murió. Suena medio pretencioso que me refiera a su muerte desde mi propia circunstancia, me disculpo por eso, pero lo que pasa es que, a pesar de que yo había decidido no ser la grupi de nadie en esta vida, me encontré llorando la muerte de esta mujer, como una grupi. Me siento una de sus deudos. De ahí el egoísmo.
El otro día conversaba con mis amigas Florencia Luna y Sandra Dirani y comentábamos a propósito del último libro de Vargas Llosa sobre Onetti. Decir algo sobre un gran escritor puede ser siempre polémico. Tratar de convencer a un lector sobre las ideas que uno tiene de la obra literaria de otro es aún más polémico. Lo cierto es que la reflexión final en la charla fue que las obras de escritores como Onetti o Varela no necesitan un aparato crítico detrás suyo, porque se sostienen solas. De ahí que más de una vez a lo largo de la escritura de mi tesis he pensado abandonarla, he sentido que su palabra me supera, que es más grande que cualquier cosa que yo pueda decir, que de gana me meto en camisa de once varas. Esa es la contradicción más grande en este oficio.
Aquí les transcribo uno de los poemas de Varela de Ese puerto existe:

“El capitán”

Estamos prendidos a la cola de Marte. Los días anteriores han sido hermosos, pero ahora sudamos como africanos. Es una extraña batalla.
El primero en caer soy yo, pero continúo.
Hace mucho tiempo que no hago el amor, las últimas noches han sido terribles. Podía tocar mi aliento, tomarlo por las alas como a un insecto y arrojarlo por la borda.

Los capitanes somos castos y rugimos como el mar, rojos y solitarios despreciamos la sumisión de la tierra.
Aun en el trópico, sí, aun en el trópico, cuando emerge como una ubre pálida la isla, las camelias lacrimosas, el bárbaro perfume del hogar.
Los capitanes somos insomnes por naturaleza.

Los primeros muertos brillan sobre el puente, sus pechos desnudos están intactos. Nunca han estado más sólidos ni sonrientes. El vello dora los músculos aún tensos y la carne, que nada puede, puede conmovernos.
Esta muerte duradera es el botín de la batalla, el recuerdo para la soledad del próximo viaje. Estamos confortados, nuestro odio recién sembrado es nuestro ideal. Con la muerte al alcance de los labios crecemos vertiginosamente como una leyenda para los ausentes.

Las olas gimen, bogamos sobre una selva de tristeza. La noche se cierra insostenible para el mundo. Nosotros, de pie, invadimos la tiniebla, quebramos el acorde final con una terrible marcha guerrera.
Nuestras espadas cruzan el firmamento como rayos, nuestros ojos viajan como soles, la cabellera crece violentamente y se multiplican nuestras sonrisas sin ley.

Una mano arranca de la sombra el trofeo, la agitada y azul entraña: la gloria.

Vencedores nos sorprende el alba. ¿Hemos soñado?
La orina del héroe se ha secado. La ira marchita dispara un fruto amargo que mancha la mañana.
Lívidos, tibios, afeminados, los guerreros contemplan atónitos el nuevo día.

El capitán es insomne por naturaleza y sin embargo sueña. Su aliento se vuelve contra él como un tábano sediento. La batalla lo espera siempre más allá del horizonte. Y en la espera, bajo el bronce de su piel, los músculos penden flácidos como los de una niña atacada de malaria, mientras sus huestes se acoplan en las bodegas húmedas.

Sólo el mar canta esta leyenda.

A todo esto, mi sobrina no entiende cómo la gente puede hablar más de media hora seguida sobre cualquier tema. “A mí se me acabarían las palabras” me ha dicho. Se me pareció a la Varela, mi sobrina, o al revés. Lo cierto es que Blanca nunca lloró la muerte del hijo en ningún poema. Todos tenemos algo que nos supera
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